
De una pregunta sin respuesta
Gabriel Martínez | Edición 2025GANADOR / Comenzó como una actividad académica, cuando estudiaba educación en la Universidad Católica Andrés Bello, y ha terminado haciéndolo como un voluntariado silencioso, anónimo: Gabriel Martínez cuenta en esta historia —ganadora de la 8va edición del Premio Lo Mejor de Nos— por qué suele donarle sangre a gente que ni siquiera conoce.

ILUSTRACIONES: WALTHER SORG
—¿Te debo algo?
Eso fue lo que me preguntó el papá de la niña, paciente oncológica, justo después de que donara para ella unos 450 mililitros de sangre, el lunes 30 de junio de 2025. Me miró entre agradecido y confundido, como quien intuye que ha recibido algo, pero no sabe cómo responder.
Me quedé en silencio.
No era su culpa. En circunstancias donde casi todo tiene precio, la sangre también parecía pedir factura. La sala de espera del Banco de Sangre del Hospital Doctor Patrocinio Peñuela Ruiz, en San Cristóbal, era una colección de rostros tensos: familiares, amigos, conocidos, todos esperando donar.
Le entregué el comprobante, me despedí y me retiré bebiendo un sorbo de chocolate caliente para animar el cuerpo a reaccionar.
“¿Te debo algo?”. Esa pregunta se quedó rebotando en mi mente:
¿Qué se paga cuando se entrega algo que no se vende?
¿Tiempo?
¿Dolor?
¿Convicción?
¿O algo que ni siquiera tiene nombre?
Para llegar a ese silencio tuve que remontarme a otras escenas. Como aquella en 2019, cuando fui al Hospital Militar de Caracas a donar para un amigo que necesitaba operarse de la próstata. Esperé más de la cuenta. Me atendieron cuando el banco de sangre ya estaba por cerrar. La bioanalista extrajo más sangre de la prevista, yo juraría que fueron unos 650 mililitros. Ya habían pasado cinco horas desde el desayuno. Salí como de costumbre, sintiéndome bien, y omití el protocolo post donación: no me hidraté, no reposé, no comí. Caminé con paso ligero hacia la parada, repasando mentalmente la agenda del día.
Encendí un cigarro.
Dos caladas.
Mareo.
Lo dejé caer.
Y luego caí.
Me desmayé en plena calle.
Me levantaron unos chamos que también habían ido a donar. Me reconocieron y me ayudaron. Esa escena se quedó conmigo. Uno da, otro sostiene. A veces sin saber por qué ni para quién.
Días después, conté la historia riéndome del ridículo. Un amigo me bautizó como “Terminator de cartón”. Y quizá tenía razón. A veces nos creemos invencibles hasta que el hábito conspira contra el cuerpo.

Esa no ha sido la única experiencia memorable.
En 2013, me ofrecí para donar por una mujer a la que conocía solo en fotos. Estaba hermosa, antes de la etapa final del cáncer. Llegué al Urológico de San Román, en Las Mercedes, con la intención de hacer una donación común. En el laboratorio —sofisticado, silencioso— me evaluaron los valores y se sorprendieron. Me dijeron que mi sistema estaba en condiciones extraordinarias, me explicaron que el perfil del donante voluntario suele ser más seguro, con menor prevalencia de infecciones transmisibles y que, si aceptaba, podía donar plaquetas. Que irían directamente a ella.
Acepté.
Orgulloso de mi salud.
Orgulloso de poder hacer más.
Me conectaron a una máquina que operaba en silencio. Extraía mi sangre, la hacía girar en un circuito cerrado, separaba las plaquetas —una sustancia lechosa y densa que goteaba en un pequeño frasco transparente— y me devolvía el resto: el plasma, los glóbulos, lo que aún me pertenecía. El proceso tomó tiempo, pero no lo viví con prisa. Fue casi como una ceremonia discreta en la que el cuerpo se ofrecía sin discursos.
Al finalizar, llevé el comprobante a la habitación de la mujer enferma. Estaba cansada, con la piel pálida.
—Te van a poner unas plaquetas que me extrajeron. Eso es puro amor y ternura —le dije.
Ella sonrió, con una dulzura que no supe si venía de la cortesía o de una forma última de esperanza. Me retiré sintiendo que, al menos por un momento, mi cuerpo había dicho algo que las palabras no alcanzaban a nombrar.

Una semana después, su esposo me llamó. Me explicó que, desde el laboratorio, le habían sugerido contactarme. Mis plaquetas —dijo— se regeneraban a un ritmo poco común, probablemente debido a mi hábito de donar regularmente. Me habló con esa mezcla de gratitud y tristeza que no siempre encuentra palabras.
Así que volví. Doné plaquetas por segunda vez en menos de 15 días. Como quien insiste. Como quien cree que repetir un gesto puede torcer el desenlace.
Pero no fue suficiente.
Ella murió dos meses después.
No creí que podía salvarla. A veces, aunque no lo sepamos, donar es estar. Estar en el lugar correcto, haciendo lo que toca, aunque sea por un momento. En su funeral, el esposo volvió a agradecerme.
Todo empezó en 2009, durante el 4to año de mi carrera en educación, mención ciencias pedagógicas, en la Universidad Católica Andrés Bello. En la cátedra de psicología organizacional, el profesor nos propuso diseñar una campaña sobre un tema “significativo”, que resonara con la formación profesional y con aquello ajeno que habitamos a diario y no reconocemos. La tarea nos parecía ambiciosa. Éramos estudiantes intentando sobrevivir a la teoría del reforzamiento, y ahora se nos pedía que diseñáramos algo que movilizara.
Luego de debatirlo, mi grupo eligió como tema la donación de sangre. Tenía peso simbólico, urgencia social y —en teoría— capacidad para conectar. El resultado fue modesto: algunos afiches impresos, un eslogan que no pasó a la historia y una exposición. Pero algo, no sé por qué, me hizo ruido. Lo que empezó como un trabajo académico, se convirtió en pregunta: ¿y si lo hiciera por cuenta propia?
Poco después, doné sangre por primera vez. Lo hice con cuidado, con curiosidad, con respeto. Y algo se alineó.
Donar sangre también tiene su ritual. No es solo ir y ya. Hay una pequeña liturgia que comienza al llegar: firmar, confirmar tu identidad, responder un formulario con preguntas íntimas —si has tenido fiebre, relaciones sexuales recientes sin protección, tatuajes, transfusiones— como si la sangre supiera más de uno que uno mismo. Luego te toman la tensión, te pinchan el dedo, te miden la hemoglobina, te miran con atención.
Después viene la charla de recomendaciones: comer algo ligero, no hacer esfuerzo físico durante las siguientes 24 horas, hidratarte, no fumar. Y uno asiente, a veces sin escuchar del todo.
Me acostumbré a ese protocolo. A ese momento antes del pinchazo en el que uno respira, se sienta, ofrece el brazo y espera.
Donar sangre no solo es un acto voluntario: es también un diálogo entre el cuerpo y su capacidad de recomponerse. Apenas se extraen 450 mililitros —menos del 10 por ciento del volumen total que circula por las venas—, el organismo entra en modo restauración. En las primeras 24 a 48 horas, el plasma —esa parte líquida que transporta nutrientes, hormonas y proteínas— se regenera casi por completo. Es como si el cuerpo dijera: “Tranquilo, ya estoy reponiendo lo que diste”.
Los glóbulos rojos, esas células que llevan oxígeno y dan color a la sangre, tardan un poco más. Su regeneración puede tomar entre 4 y 6 semanas. La médula ósea produce nuevas células para compensar la pérdida. Durante ese tiempo, el cuerpo no se queja. Solo pide descanso, agua, comida. Y mientras uno sigue con su vida, él trabaja en silencio para volver al equilibrio.
Quizá por eso donar también es confiar: en que el cuerpo sabe cómo volver a estar completo, y en que lo que se da, de algún modo, regresa.

Así nació un hábito voluntario: al menos dos veces al año, ir al banco, ofrecer el brazo, mirar cuando entra la aguja y agradecer ese pinchazo. Entre 2009 y 2013 doné con regularidad. Sangre, plaquetas, tiempo. Sin cámaras. Sin épica. Sin medallas. Porque hay gestos que no necesitan escenario.
Solo una vez me sentí consentido. En el banco de sangre del Cardiológico Infantil de Montalbán en Caracas, la bioanalista ignoró las protestas de otros donantes que iban por casos particulares; al enterarse de que yo era voluntario, sintonizó el partido de la semifinal de la Eurocopa (2012 Italia vs Alemania) en el televisor. Porque era mi preferencia.
Allí me miraron como a un extraterrestre.
Me sentí así. Y también me sentí útil.
Luego dejé de hacerlo.
No hubo trauma ni desencanto.
Solo pasaron los años. Como cuando uno deja de llamar a alguien que quiere, y ni se entera cuándo empezó a olvidarlo.
Hasta que regresé. Por esa niña de mirada estoica. Y me hicieron esa pregunta.
—¿Te debo algo?
No porque fueran ingratos, sino porque en esta economía emocional, hasta los gestos más simples parecen necesitar un número detrás.
Pero no lo tienen.
Al menos no siempre.
Porque no se dona sangre por deber ni por heroicidad ni por recompensa.
Se hace porque lo correcto no necesita traducción. Porque el cuerpo también puede ser mensaje.
En Venezuela, menos del 2 por ciento de las donaciones de sangre son voluntarias, según la doctora Maribel Meléndez, presidenta de la Sociedad Venezolana de Hematología. La mayoría ocurre por reposición: familiares o conocidos que acuden cuando ya hay un paciente esperando. Donar sin conocer al receptor no es la norma. Es una excepción. Una forma de persistencia. Un acto que no pretende protagonismo, pero que deja huella.
Ocho días después de aquella donación —el lunes, 7 de julio de 2025—, regresé al banco de sangre para retirar los resultados de la serología, esa cortesía que devuelve un pedazo de ti mismo en números y gráficos —donde la sangre se confiesa—. Han escudriñado lo que los ojos no ven: han buscado fantasmas del VIH, hepatitis B y C, sífilis, VDRL, chagas. El papel que me entregaron era un mapa en blanco: ni señales de alarma ni huellas de batallas perdidas. Me entregaron también el carnet actualizado con mi tipo de sangre. O Rh+, en negrita. Por un instante, tuve la certeza de haber vuelto a casa sin moverme.
La bioanalista revisó con gesto profesional: “¡Todo salió perfecto! ¡Su organismo está rico pa’ rico!”, dijo.
Reí.
No era la primera vez que escuchaba el elogio, pero siempre sorprende que la ciencia hable en lenguaje callejero. Esa frase resumía algo esencial: la salud también sabe a chiste, a complicidad, a vida que se celebra en voz baja. Y aunque el informe solo confirmara lo obvio —que mi sangre seguía siendo un préstamo temporal del azar—, todo pareció más ligero.
Así que, si me preguntan por qué seguir donando, después del desmayo, del apodo, de ver morir a quien recibió plaquetas, y de la incomodidad que deja una pregunta sin respuesta, diría que es simple:
Porque se puede.
Porque aún lo necesitamos.
Porque, aunque parezca poco, una bolsa de sangre sigue siendo más de lo que cuesta calcular.
